lunes, 22 de marzo de 2010

EL CATOLICISMO QUE CONOCÍ EN QUÉBEC

Del catolicismo que conocí durante mi infancia y mi juventud en Québec conservo como válida la fe sencilla y generosa que iluminaba lo cotidiano y toda la cultura de nuestro buen pueblo, no obstante la alienación provocada por el catecismo y por la moral predicada en los púlpitos. Era admirable también la preocupación de las familias por el pobre así como por las misiones, a pesar de que el concepto de misión y los motivos de apoyo a la obra misionera no fueran el último grito de la misionología moderna. Lo que prevalecía era un sentimiento de lástima por los pueblos que no eran católicos, porque se creía ingenuamente que sólo los católicos podían ir al cielo después de la muerte. También se creía que sin los socorros de la religión católica les resultaría más difícil a esos pueblos soportar las adversidades de la vida, sin sospechar un solo instante, que las más graves eran causadas a menudo por cristianos como nosotros. Por último, fue la Iglesia católica la que, a pesar de muchas ambigüedades, ha permitido que por dos siglos y medio nuestro pueblo defendiera su identidad y no se dejara asimilar por la cultura y la fe de sus conquistadores.

Lo que me parece más aberrante de esa antigua Iglesia, la que por otra parte se pasó en generosidad para cuidar y educar durante siglos a los más desfavorecidos, es el concepto que la jerarquía católica tenía sobre sí misma. Como si no hubiera sido suficiente que viera su misión como un intento de continuar la de Jesús en la tierra, llegó a verse prácticamente como la encarnación misma de Dios en el mundo. Considerándose infalible en cuanto atañía a las cuestiones fundamentales de la vida, se colocaba a sí misma por encima de las conciencias y de las naciones, no entraba en diálogo con nadie y se comportaba como una detestable dictadura ante todo lo que escapara a su control, como ser la ciencia y el mundo moderno, la mujer en busca de liberación y la sexualidad en trance de explorar otras avenidas fuera de lo tradicionalmente establecido por ella. Esta vieja Iglesia ejerció un poder absoluto sobre las conciencias, y se impuso, con todo su sistema de ritos, como la exclusiva mediadora entre Dios y los hombres y la única salvación.

En una palabra, lo que recuerdo como menos valioso del viejo catolicismo es la absoluta falta de libertad. No nos educó para la libertad. No nos enseñó a amar y a practicar la libertad. Por el contrario, “libertad” era prácticamente sinónimo de “pecado”. De repente, cuando se dio la “Revolución tranquila”, que fue el gran movimiento trasformador de la sociedad del Québec en los años 60, la libertad entró en el ámbito público, al mismo tiempo que entraba también en la Iglesia por medio del Concilio Vaticano II. Pero con una diferencia notable. La libertad que entró en la sociedad, se quedó, mientras la que había entrado en la Iglesia se retiró a medida que muchas ventanas abiertas por el Concilio se fueron cerrando. Por eso, la sociedad del Québec moderno ha desertado la Iglesia. Porque a la Iglesia, por lo visto, no le gusta la libertad.