La sociedad se abrió a otras culturas, a la ciencia, al progreso. Ha acogido en su seno al mundo entero. Excepto en la Iglesia romana, la mujer ha comenzado a ocupar el lugar que le corresponde en un mundo tradicionalmente copado por los varones. Nuestra sociedad se ha puesto a soñar con total libertad en lo cultural, en lo económico y en lo político. ¡Y también en lo espiritual!
Esto es algo formidable que merece ser aplaudido.
Pero el porvenir de esa pequeña “isla” de apenas 6 millones de francófonos en medio del gran océano norteamericano de 340 millones de anglófonos, puede difícilmente ser más precario. El retroceso de la natalidad es sin duda una causa importante. Pero están también los contravalores del consumo a ultranza, del individualismo, del placer a cualquier precio, del materialismo desenfrenado, que condenan a nuestra sociedad a diluirse cada vez más en la enorme masa usamericana. Nada podrá detener este fenómeno. Si el marco federal de Canadá continúa siendo para la nación del Québec una suerte de carlanca en lugar de servirle de trampolín para que logre ocupar el espacio necesario al desarrollo de su enorme potencial, deberá independizarse. Si no, antes de mucho tiempo, será borrada del mapa del mundo a semejanza de tantas otras culturas más vigorosas aún que sucumbieron bajo el peso de pueblos más numerosos para finalmente desaparecer sin dejar huella.
Frente a este panorama, la Iglesia se mantiene prácticamente ausente. No ejerce ningún liderazgo - hablo de liderazgo evangélico ciertamente y no de liderazgo clerical como en la época en que comandaba la lluvia y el buen tiempo. No se la ve en la calle junto a los hombres y las mujeres que luchan por un “mundo otro”. Sin embargo, en las misas papales, los congresos eucarísticos, las procesiones del Santísimo, los funerales y las campanas que alborotan a toda hora, allí se la sigue viendo, como en los tiempos antiguos. Sólo para anunciar la Buena Nueva a los pobres, que es lo esencial de su misión, mantiene un perfil muy bajo. Allí donde se juega el porvenir de la sociedad no se la ve. Se derrumba la economía mundial, estalla en el mundo una crisis alimentaria alarmante y ella no tiene nada que decir. No se la ve tomar iniciativas, hacer gestos proféticos, generar proyectos que den ganas de creer que no es un cuento ese Reino que Jesús anunciaba, día y noche, de mil maneras y con tanta libertad, imaginación y pasión, ese mismo Reino del cual ella tiene la misión de dar testimonio por todo el mundo.
Seguramente que la Iglesia actual en el Québec moderno está en un plan de purificación que le viene de perlas. Está aprendiendo seguramente a “acompañar” a las fuerzas del cambio en lugar de pretender conducirlas, lo que es realmente sabio. Pero todo aquello podría también ser nada más que pretexto piadoso para disimular un gran miedo, una falta de visión y de coraje y talvez un perfecto desfase.
Es muy fácil creer que al quedarse hacia atrás, lejos de las cámaras de televisión y sin hacer ruido, esté cuidando el tallito que no ha muerto aún o esté reanimando suavemente la mecha que todavía humea; aquello es muy bíblico, pero es olvidarse demasiado de que el pastor dulce de la Biblia es también profeta; no sólo acompaña sino que abre caminos. Caminos de justicia y caminos de libertad. No así, en general, con la Iglesia del Québec de hoy, y con la de otras muchas partes del mundo moderno. Ella se mantiene permanentemente a la defensiva, neutra, desvaída, sin sal, y trágicamente estancada en sus recurrentes enunciados doctrinales y morales.
Puesto que lo que vive el pueblo del Quebec no penetra en el mundo de la Iglesia, ella se mantiene fuera de él, haciéndose cada vez más insignificante. Sin embargo, si quisiese, y sin caer en el viejo clericalismo de otros tiempos, podría retomar muchos valores de la sociedad moderna y darles impulso, especialmente en lo que se refiere a la libertad. Porque, sorpresivamente, esa sociedad a veces tan desquiciada, está mucho más cerca del Evangelio que todo lo que le puede proponer una Iglesia incapaz de apasionarse, a ejemplo de Jesús, por una utopía como la del Reino. Estamos en una Iglesia que, por miedo de ensuciarse, opta por lo más cómodo, o sea volverse hacia atrás, sometiéndose dócilmente al poder neoconservador, seudo místico y con ribetes fascistas que ha confiscado al Vaticano desde hace treinta años.